martes, 19 de noviembre de 2013

La virgen Siquitibum o lo que es lo mismo: la virgen de la porra.

En Cúcara y Mácara, Oscar Liera lanza un desafío al discurso totalizante de la iglesia católica.  El milagro que se fragua en esta obra pudo haber sido parte de “las estrategias que mantienen y atraviesan el discurso” (Foucault 1976:38) del poder que los españoles impusieron para aniquilar por completo los resquicios de “paganismo” que subsistieran en México, y que pasó a formar parte de la memoria colectiva del pueblo. 
            En la deconstrucción y posterior construcción que hace del mito se observa a un alto clero perverso y pervertido, alejado de Dios, misógino y autoritario. A un Estado cómplice de la religión; a las mujeres doctas pero sumisas a pesar de haber sido las mentes creadoras de la intriga, y a la sociedad fanática e ignorante.
            Mención aparte el bajo clero que se observa un poco más reflexivo en su intento de hacer volver a la iglesia al principio básico del monoteísmo, expulsando de las iglesias a las imágenes que pueden provocar los celos de un Dios al que no le gustan los intermediarios.
            La narrativa es graciosa por irreverente; “los siquitibumbianos ya no tenemos madre” es una frase que arranca la carcajada, al igual que los nombres de las mujeres a las que se les apareció la virgen: Cúcara, Mácara, títere fue… es decir, cualquiera pudo haber sido el depositario de tan magnífica señal divina; “su sapi” abreviación de su sapientísima refiriéndose al Cardenal es al mismo tiempo servil e insultante y sumamente divertida.
            Y el remate perfecto son las monjas que esperan como los dramaturgos ver puesta en escena su obra, el milagro que ellas crearon.
            Liera no esquivó el “impulso alegórico” posmodernista (Owens 1984, Hutcheon 1989:95), vinculado al Nuevo Historicismo e hizo una sátira de la forma en que se pudo haber forjado ese hecho fundamental en la identidad del pueblo mexicano.
            De esta manera se une a la corriente de autores latinoamericanos en general, y a la dramaturgia mexicana en particular, que ha pretendido a través de su obra desestabilizar mitos históricos que se basaron en referencias textuales hechas a medida por disposición de quienes estaban construyendo la nación. Una nación que según Juan Tovar “no existe más que en los discursos, siempre ha sido así, sicológico” (1191, cit. por Margules 1991:1043)
Para Jean-Françoise Lyotard el escritor posmodernista es como el filósofo, su trabajo no está sujeto a ninguna regulación ni juicio teórico vinculado al texto. Los teatreros empiezan a asumir esa postura también. Desde luego que es una postura arriesgada sobre todo cuando se socavan los cimientos de mitos tan arraigados. La reacción violenta de grupos guadalupanos narrada al inicio es uno de los efectos de estas propuestas posmodernistas que abrieron el arte a perspectivas más amplias.
El pueblo mexicano fue, es y será guadalupano por los siglos de los siglos, amén. Y en cualquier ocasión que se atente contra esa única ilusión de protección que tiene ante una perene situación de pobreza, reaccionará apasionadamente. Con más razón en la fecha en que se estrenó esta obra, el año 1981, cuando el país se encontraba sumido en una de las peores crisis económicas de los últimos tiempos, y a dos años de haber recibido la primera visita de Juan Pablo II que removió hasta las almas más escépticas con toda su parafernalia.




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