En busca de la magia en La ronda de la hechizada de Hugo Argüelles.
Esta farsa mágica es un acercamiento antropológico al pasado virreinal, a través de una narrativa que concentra el archivo histórico del momento que está representando. Ante las dificultades con que se enfrenta el clero en la Nueva España para avanzar con la evangelización, el rey Felipe II envía a la actriz Dominga del Parián, que es una excelente declamadora para que contribuya con su actuación a la consolidación de tan importante tarea.
Sin embargo ella viene en busca de la magia, es un ser que independientemente de la posición espacial, cultural o social que le correspondió, la fantasía alimenta su alma, y al igual que los indios anhela una existencia metafísica.
Se encuentra con Tecatzin, una especie de homólogo indígena que recita las tradiciones que le han sido transmitidas por sus ancestros, pero que para el clero novohispano son leyendas paganas. La comunión espiritual que experimentan hace que Dominga interceda ante los ministros de la iglesia católica asegurándoles que está arrepentido. Sin embargo es condenado como hechicero a morir en la hoguera y entonces se observa un fenómeno impresionante donde el indio desaparece de entre las llamas.
Ese evento conduce a Dominga a un éxtasis mayor y se incrementa su deseo de convivir con una cultura, de la cual ya se había documentado previamente antes de arribar a sus tierras, y empieza a salir a las calles disfrazada en busca de satisfacer su curiosidad y fantasía.
El discurso de la ley y el antropológico están vinculados con la escritura de esta pieza teatral en la que una serie de acontecimientos y enredos, pone en evidencia al fanático y convenenciero clero, a la hipócrita alta sociedad novohispana, al poder monárquico ejercido desde España pero con muchas intermediaciones donde cabe todo tipo de intrigas, y para completar el panorama, a los naturales americanos aferrados a sus mitos y relatos inmemoriales a pesar de verse sometidos a una conversión violenta al catolicismo.
El discurso hegemónico que oprime, controla y vigila (Foucault, 1975) está presente en la trama en la que Dominga se convierte en candidata a la hoguera también, por el pecado de herejía, recurso muy utilizado por la iglesia para deshacerse de quien le estorbara en sus intereses que no eran precisamente muy cristianos.
Como buena farsa concluye con el castigo para el perverso fray Lupercio de Cáncer que es destituido de su puesto de Inquisidor y la salvación providencial de la actriz que continúa con su vocación espiritual y artística, entonando los cantos con un coro indígena y con la aprobación de Tecatzin, cuyo rostro se le aparece entre la multitud.
El tema religioso es un campo fértil en la narrativa mexicana, pues ha estado presente desde la conquista en la forma del catolicismo, pero se remonta hasta la cosmovisión prehispánica. Argüelles presenta un panorama crítico más que reflexivo, propio del tiempo en que se estrena, en 1967. El Concilio II de la iglesia católica que se había clausurado en 1965 comprendía grandes reformas que pretendían, además de promover su fe y la renovación moral de sus fieles, poner al catolicismo en una posición más abierta a la sociedad de su tiempo y a otras creencias religiosas. Y es lo que pareciera proponer el autor en esta puesta: un sincretismo religioso y cultural.
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