miércoles, 20 de noviembre de 2013

El que no tranza no avanza.

En la comedia Los buenos manejos de Jorge Ibargüengoitia se condensa el comportamiento social que prevalecía en el siglo XVIII en las pequeñas ciudades. Por supuesto que esos límites temporales y espaciales se rebasan y no es sorprendente la actualización de las prácticas convencionales antiguas.
            La idea de repertorio (Diana Taylor 2003) que concentra la evidencia inmaterial de la formación de la cultura occidental, está presente desde el momento en que se trata de una comedia musical, pues la acción va acompañada de canciones en la representación de la vida cotidiana en ese reducido escenario donde todos luchan por sobrevivir.
            Un alcalde perpetuo, un comerciante, un hombre decente, una mujer decente, un empleado, un bachiller, un religioso, un lego, tres prostitutas, dos alguaciles y los transeúntes encarnan  la sociedad.
            Los choques entre estos personajes evidencian cómo se ejerce el poder con los recursos que sus diferentes posiciones políticas, económicas y sociales les confieren. La represión de que son objeto las prostitutas hace que elijan una opción paradójica: hacerse pasar por mujeres “decentes” dentro de ese sistema que intentaba acabar con ellas.
            La idea de control ejercido por el alcalde es ilusoria, realmente ellas logran hacer lo que venían a hacer al pueblo no obstante los obstáculos que los convencionalismos les pusieron y se concluye finalmente que todo es negociable en la vida, casi hasta la misma vida o más bien dicho la muerte, que se le aparece a don Sepulcro, muy oportunamente para su muy decente mujer doña Álgebra que se casa con don Sebastián, el alcalde.  
            El concepto de Archivo y Repertorio manejado por Diana Taylor se localiza en esta obra puesto que las prácticas corruptas, extorsiones y componendas no quedan nunca consignadas en ningún tipo de documento formal, son convencionalismos que se van transmitiendo generacionalmente.
            En la obra desde luego resalta el propósito crítico del autor, que no es gratuito ya que la sociedad mexicana se ha quejado permanentemente de la corrupción, en la cual se encuentra implicada en forma consciente e inconsciente.
            Por otra parte el estilo lúdico del autor encuentra también réplica en la manera en que el mexicano se justifica y por momentos hace parecer graciosa e ingeniosa la “tranza”.
            Temática muy pertinente a la época en que se estrena, el año 1980, cuando bajo el gobierno de José López Portillo existió un personaje que se desempeñó como Jefe de la Dirección General de Policía y Tránsito de la Ciudad de México: Arturo “el negro” Durazo, sinónimo de corrupción y ejercicio desmedido del poder.

martes, 19 de noviembre de 2013

La virgen Siquitibum o lo que es lo mismo: la virgen de la porra.

En Cúcara y Mácara, Oscar Liera lanza un desafío al discurso totalizante de la iglesia católica.  El milagro que se fragua en esta obra pudo haber sido parte de “las estrategias que mantienen y atraviesan el discurso” (Foucault 1976:38) del poder que los españoles impusieron para aniquilar por completo los resquicios de “paganismo” que subsistieran en México, y que pasó a formar parte de la memoria colectiva del pueblo. 
            En la deconstrucción y posterior construcción que hace del mito se observa a un alto clero perverso y pervertido, alejado de Dios, misógino y autoritario. A un Estado cómplice de la religión; a las mujeres doctas pero sumisas a pesar de haber sido las mentes creadoras de la intriga, y a la sociedad fanática e ignorante.
            Mención aparte el bajo clero que se observa un poco más reflexivo en su intento de hacer volver a la iglesia al principio básico del monoteísmo, expulsando de las iglesias a las imágenes que pueden provocar los celos de un Dios al que no le gustan los intermediarios.
            La narrativa es graciosa por irreverente; “los siquitibumbianos ya no tenemos madre” es una frase que arranca la carcajada, al igual que los nombres de las mujeres a las que se les apareció la virgen: Cúcara, Mácara, títere fue… es decir, cualquiera pudo haber sido el depositario de tan magnífica señal divina; “su sapi” abreviación de su sapientísima refiriéndose al Cardenal es al mismo tiempo servil e insultante y sumamente divertida.
            Y el remate perfecto son las monjas que esperan como los dramaturgos ver puesta en escena su obra, el milagro que ellas crearon.
            Liera no esquivó el “impulso alegórico” posmodernista (Owens 1984, Hutcheon 1989:95), vinculado al Nuevo Historicismo e hizo una sátira de la forma en que se pudo haber forjado ese hecho fundamental en la identidad del pueblo mexicano.
            De esta manera se une a la corriente de autores latinoamericanos en general, y a la dramaturgia mexicana en particular, que ha pretendido a través de su obra desestabilizar mitos históricos que se basaron en referencias textuales hechas a medida por disposición de quienes estaban construyendo la nación. Una nación que según Juan Tovar “no existe más que en los discursos, siempre ha sido así, sicológico” (1191, cit. por Margules 1991:1043)
Para Jean-Françoise Lyotard el escritor posmodernista es como el filósofo, su trabajo no está sujeto a ninguna regulación ni juicio teórico vinculado al texto. Los teatreros empiezan a asumir esa postura también. Desde luego que es una postura arriesgada sobre todo cuando se socavan los cimientos de mitos tan arraigados. La reacción violenta de grupos guadalupanos narrada al inicio es uno de los efectos de estas propuestas posmodernistas que abrieron el arte a perspectivas más amplias.
El pueblo mexicano fue, es y será guadalupano por los siglos de los siglos, amén. Y en cualquier ocasión que se atente contra esa única ilusión de protección que tiene ante una perene situación de pobreza, reaccionará apasionadamente. Con más razón en la fecha en que se estrenó esta obra, el año 1981, cuando el país se encontraba sumido en una de las peores crisis económicas de los últimos tiempos, y a dos años de haber recibido la primera visita de Juan Pablo II que removió hasta las almas más escépticas con toda su parafernalia.




lunes, 18 de noviembre de 2013

Comentario a La dama boba de Elena Garro.

La dama boba no era tan boba y su padre no era tan ingenuo.
Lo primero a señalar por lo obvio en la obra de Elena Garro es la metateatralidad. La representación de La dama boba de Lope de Vega que se realizó en el pueblo de Coapa cobró vida en otro pueblo llamado Tepan, a donde fue conducido por la fuerza el actor Francisco que interpretaba su papel de maestro.  Avelino, el presidente municipal del pueblo, fue de tal manera convencido por la actuación de Francisco que lo lleva a su pueblo para que enseñe a sus habitantes y sobre todo a su hija que es una iletrada.
Esta graciosa e increíble confusión que presenta la dramaturga evidencia una serie de características que se le atribuyen al  indígena.  Desde la actitud esquiva y silenciosa de Avelino en Coapa, la ingenuidad o ignorancia que le hacen percibir un sentido de la realidad en la ficción teatral; la fatalidad con que los moradores del pueblo de Coapa dicen que Francisco pudo haber desaparecido como lo hiciera hace tiempo un maestro “indecente” que probablemente sufrió una desgracia, insinúan pero nunca dicen si fue asesinado o qué pasó; el rechazo al forastero.
El espacio cultural es narrado de acuerdo al discurso histórico oficial donde la gente de pueblo es ignorante, ingenua, toma la ley por propia mano, es rebelde ante el poder central, están sujetos a un cacique, los discursos políticos rayan en lo ridículo y el lenguaje de la población es prosaico.
Dice Juan Villegas en “El teatro histórico latinoamericano como discurso e instrumento de apropiación de la historia”[1] que “el discurso teatral requiere de la utilización de códigos teatrales legitimizados en el espacio cultural de sus espectadores potenciales…” A este respecto se puede señalar que para Avelino no funcionaron esos códigos estructurales, literarios, teatrales, visuales y estéticos, contenidos en la representación realizada por la compañía teatral ficcionalizada por Elena Garro. De igual manera que para Paul Veyne la historia es una novela verídica, Avelino convirtió al teatro en una situación verídica. Para él el poder del lenguaje teatral para crear, le permitió invertir y subvertir la realidad.
Tepan se convirtió en el escenario real para Francisco, a tal grado que encontró a su dama boba llamada Lupe, analfabeta pero que se advierte ingeniosa. Al igual que la Finea de Lope el amor le hace superar su ignorancia y demostrar su inteligencia gracias a las enseñanzas de su maestro. Con la diferencia de que en este drama el galán no se queda con ella, se va con la otra Finea, la de la vida “real”.
El texto se publicó por primera vez en 1963 y a lo largo de los años ha tenido varias representaciones. A raíz de una de ellas en el año 2009, Julieta Cerezo escribió para “El Sol de Puebla” y es publicado en la Web por “La Prensa” que la obra contiene una crítica a los intelectuales por su falta de compromiso en favor de los desfavorecidos y que Tepan es el símbolo de uno de los muchos pueblos olvidados de Dios.
               


[1] Romera, Castillo José y Francisco Gutiérrez Carbajo (Eds.) Teatro histórico (1975-1998) textos y representaciones.

En busca de la magia en La ronda de la hechizada.

En busca de la magia en La ronda de la hechizada de Hugo Argüelles.
Esta farsa mágica es un acercamiento antropológico al pasado virreinal, a través de una narrativa que concentra el archivo histórico del momento que está representando.       Ante las dificultades con que se enfrenta el clero en la Nueva España para avanzar con la evangelización, el rey Felipe II envía a la actriz Dominga del Parián, que es una excelente declamadora para que contribuya con su actuación a la consolidación de tan importante tarea.
            Sin embargo ella viene en busca de la magia, es un ser que independientemente de la posición espacial, cultural o social que le correspondió, la fantasía alimenta su alma, y al igual que los indios anhela una existencia metafísica.
            Se encuentra con Tecatzin, una especie de homólogo indígena que recita las tradiciones que le han sido transmitidas por sus ancestros, pero que para el clero novohispano son leyendas paganas. La comunión espiritual que experimentan hace que Dominga interceda ante los ministros de la iglesia católica asegurándoles que está arrepentido.  Sin embargo es condenado como hechicero a morir en la hoguera y entonces se observa un fenómeno impresionante donde el indio desaparece de entre las llamas.
            Ese evento conduce a Dominga a un éxtasis mayor y se incrementa su deseo de convivir con una cultura, de la cual ya se había documentado previamente antes de arribar a sus tierras, y empieza a salir a las calles disfrazada en busca de satisfacer su curiosidad y fantasía.
            El discurso de la ley y el antropológico están vinculados con la escritura de esta pieza teatral en la que una serie de acontecimientos y enredos, pone en evidencia al fanático y convenenciero clero, a la hipócrita alta sociedad novohispana, al poder monárquico ejercido desde España pero con muchas intermediaciones donde cabe todo tipo de intrigas, y para completar el panorama, a los naturales americanos aferrados a sus mitos y relatos inmemoriales a pesar de verse sometidos a una conversión violenta al catolicismo.
            El discurso hegemónico que oprime, controla y vigila (Foucault, 1975) está presente en la trama en la que Dominga se convierte en candidata a la hoguera también, por el pecado de herejía, recurso muy utilizado por la iglesia para deshacerse de quien le estorbara en sus intereses que no eran precisamente muy cristianos.
            Como buena farsa concluye con el castigo para el perverso fray Lupercio de Cáncer que es destituido de su puesto de Inquisidor y la salvación providencial de la actriz que continúa con su vocación espiritual y artística, entonando los cantos con un coro indígena y con la aprobación de Tecatzin, cuyo rostro se le aparece entre la multitud.
            El tema religioso es un campo fértil en la narrativa mexicana, pues ha estado presente desde la conquista en la forma del catolicismo, pero se remonta hasta la cosmovisión prehispánica. Argüelles presenta un panorama crítico más que reflexivo, propio del tiempo en que se estrena, en 1967. El Concilio II de la iglesia católica que se había clausurado en 1965 comprendía grandes reformas que pretendían, además de promover su fe y la renovación moral de sus fieles, poner al catolicismo en una posición más abierta a la sociedad de su tiempo y a otras creencias religiosas. Y es lo que pareciera proponer el autor en esta puesta: un sincretismo religioso y cultural.